Esta mañana
Esta mañana, por fin ocurrió algo que no pensé pasara jamás. Después de tanto tiempo esperando a poder confesarle lo que me ocurría, lo que pensaba, lo que sentía, lo que quería, me asomé a ella y le dije, por fin le dije todo de una vez.
Me levanté muy temprano y decidido. Por primera vez me levanto junto a son de la alarma, nunca había ocurrido desde que tengo memoria. Me duché tranquilamente y con agua fría, para calmar los nervios, y me vestí lo más casual posible, con unas zapatillas casuales, un jeans casual y una camisa casual, me puse mis calzoncillos de la suerte y me armé con mi chicle, mis cigarrillos, mi teléfono celular, mis llaves y mi billetera. Tomé mi bicicleta y me dirigí a su casa, al igual que casi todas las mañanas. Camino a su hogar, ocurrieron muchas curiosidades que sólo podían ocurrir en un día como hoy. Primero, me topé con una anciana que paseaba a su perro, apareció de la nada y casi los atropello y la señora lloró un buen rato, por lo menos duró diez minutos aquel asunto. Dos calles más allá, tropecé con Alicia, un viejo amor de infancia, me imploró que tomáramos un café juntos en el local de la esquina de donde nos topamos; me habló de su vida, su desamor, y lloró, lloró y lloró, para luego confesarme su amor, la dejé ahí semi-plantada, pues no tenía más tiempo, su conversación me tomó al menos treinta minutos más. Más adelante, ocurrió lo peor y que más tiempo tomó, puesto que si bien casi atropello a una anciana la primera vez, ahora atropelle a aquella mujer. Si, no sé como fue, pero me la volví a encontrar y como la primera vez, apareció de improviso, sin hacer ruidos ni nada, simplemente se cruzó y la atropellé. Pobrecita, pero me costó acompañarla, yo tenía un rumbo fijado esta mañana y me había desviado. Debí esperar a la ambulancia y ya en el hospital, debí esperar a la policía, pues debía entregar mi declaración de lo ocurrido. Como dato anecdótico, flirteé un rato con la policía, no pude evitarlo, era muy guapa y debía lograr que no me llevara a la comisaría. Todo este accidente, con declaración y sonrisas incluidas, me tomó hora y media, más o menos.
Ya habiendo perdido alrededor de dos horas y medias de camino, me dispuse a seguir, pero habían robado mi bicicleta, mi amada bicicleta, esa que tantas alegrías me dio desde pequeño. Me robaron mi bicicleta. No pude hacer nada, en mi pueblo, una bicicleta robada no aparece jamás y de todas formas algún día me la robarían, lástima que fuera hoy, sólo eso, lástima que fuera hoy.
Caminé como media hora hasta llegar a su casa. Una bella casa de color crema, con un tejado de color rojo como el vino tinto. Su antejardín muy verde con dos árboles preciosísimos. Luego, cuando llegué a su puerta, me dispuse a tocar su timbre, el cual está un poco alto, lo que siempre me ha extrañado muchísimo, ya que en mi pueblo la mayoría son personas bajas, igual que yo, aproximadamente uno sesenta como promedio, yo apenas alcanzaba. Se demoró su mamá en salir, hoy tomó un día libre, qué casualidad, justo cuando quiero estar solo con su hija. Le pregunté por ella y de inmediato bajó, con su sonrisa bonita y sus ojos oscuros como la noche, me encantan sus ojos negros, me los guardaría para siempre en mi mente, pero prefiero tenerlos de verdad siempre junto a mi.
Como estaba su mamá en casa, decidí que debíamos caminar y fuimos al bosque, paseamos muchísimo para llegar allí, claro, aproveché y le conté todo lo que ocurrió antes y entendió mi retraso. Cuando la tuve frente a mi miré su cara y ya no veía a esa niña que veía siempre, vi a una mujer, hecha y derecha, con ideales, convicciones, deseos y un futuro para nada incierto. Comencé a recordar la primera vez que la vi, fue en mi primer día de colegio, ambos éramos pequeñísimos e ingenuos, ella la más linda del curso y estaba sentada sola, ni tonto ni perezoso, apenas la vi, me senté junto a ella. Desde entonces, fuimos los mejores amigos, compartimos todo, desde el baño, la comida, el asiento en la locomoción y todo lo que comparten los buenos amigos.
De hecho, no fue hasta sexto cuando me comenzó a gustar y ya han pasado seis años ya desde entonces. Así fue como la miré ya no como una hermana, sino, como una compañera de vida a la que quería besar, acariciar y caminar de la mano junto a ella. Admitámoslo, era un pequeño niño y hoy, a los diecisiete años, ya mis intenciones son mayores, pero básicamente es lo mismo.
En ese instante, que la tenía junto a mí, sabiendo como se ríe, qué anécdotas contará, qué caras pondrá si se enoja, sabiendo como llora, qué le gusta, qué odia y conociéndola desde sus ronquidos hasta sus sonrisas, desde su suave piel hasta sus rudas cachetadas. En ese instante, en ese momento, cuando la conozco mejor que su propia madre, y queriendo tenerla más a mi lado que nunca, me acerqué mirándola fija y tímidamente a sus ojos, diciéndole lo mucho que me costaba confesarle todo, comentándole en mi mente que la amaba, hasta llegar al punto en que quedamos a unos treinta centímetros el uno del otro, entonces lo solté todo.
Al principio vi como su cara se deformó de miedo, pensé que le aterraba lo que le contaba y que no nos veríamos más, pensé que se iría de la ciudad y miles de otras cosas trágicas que se le pasan a uno por la mente en esa situación. Pero cuando le dije que la quería más que a nada y que sin ella no me proyectaba, comenzó a soltar una pequeña sonrisa. Vi la oportunidad, dije, en son de broma, que incluso no me imaginaba sin ella en la vejez, teniendo mis nietos y con otra mujer, apenas veía esa imagen en mi mente el anciano aquel que me representaba, se suicidaba. No se rió como pensaba, pero al menos favoreció la conversación. Le pregunté qué sentía por mí, a lo que contestó que siempre me ha querido, pero debido a mi historial -odio el maldito “historial”- ella nunca se imaginó que pasaría lo que esta mañana ocurría, que le atormentaba un poco pensar que yo le amaba de verdad, pero que le agradaba la idea de ser feliz a mi lado.
Fue un momento agradable, mucho. La besé de forma muy cariñosa, suave y apasionada, le miré a los ojos y la abracé, caminamos un buen rato sin pronunciar palabras y sonriendo, tal como lo hacíamos siempre, pero ahora tomados de la mano y un tanto sonrojados. Sin darme cuenta, la besé muchas veces y ella me sonreía cada vez. Fui muy feliz.
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