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lunes, 17 de septiembre de 2012

El Lobo Protector




El Lobo Protector

      Y corríamos en el bosque, escapando de aquella bestia, negra como la noche misma y con una sonrisa tan afilada como la navaja que llevaba en mi cintura. Su mano sudaba de terror, apretaba la mía tan fuerte que sólo llevaba a mi memoria la sangre, que venía una, otra y otra vez, chorreando como río cristalino desde las montañas de mi pueblo.

      ¿Cómo llegamos a escapar de ese lobo? No lo sé, pero fue espantoso.
      Anabel, mi amada Anabel, mató a un hombre, al tipo que vendía las frutas en el pantano. Frutas nunca maduras, nunca frescas, pero frutas al fin. Ella lo mató, fue ayer, lo atravesó con un cuchillo y aun no sé la razón, pero decidí sacarla de la cárcel donde la tenían encerrada. Tuve que escabullirme como perro por las puertas, y al final dispararle al guardia de los calabozos. Le quité las llaves del morral sobre la mesa, abrí las rejas de la prisión y la encontré allí, tirada llorando, toda sucia y sin recuerdos de nada, con las manos llenas de sangre y semidesnuda. Me pregunto, quizás cuántas veces fue ultrajada por esos malditos de su celda, quizás cuantas veces lloró desesperada esperando por mi ayuda. También les disparé a los desgraciados, hijos de su madre. Para ese entonces sólo me quedaban tres balas, que mal utilicé.
      Cuando ya huíamos, decidí que lo mejor era irnos y yacer fuera del pueblo, aun sin los medios suficientes. Así decidí empeñar las joyas de la familia de la forma más miserable y crispada que pudiera existir, con Arturo Rubbens. Cambié todas las reliquias por TODO su dinero y una bala en la frente. Podía matarlo, ya era un asesino, mas no era un ladrón.
      Ya con dinero en nuestros bolsillos, necesitábamos un medio de transporte. Cogimos el auto de mi padre, se lo pedí, para ser más preciso. A él le conté la situación y me pidió cautela y resguardo para con Anabel. Me dio la navaja que usó en la guerra y me despidió de un beso en mis mejillas con sangre.
      Para cuando salíamos de la casa de mi padre, ya teníamos a toda la policía del lugar buscándonos, rozando nuestras pisadas, tocando nuestras espaldas, persiguiendo el rastro de un par de asesinos que nunca quisieron matar a nadie más que a sí mismos. Cuando nos dirigíamos al camino más difícil para una persecución, el pantano, aparecieron en el camino dos policías, de los cuales pude atropellar a uno y al otro, que logró subir al maltraído vehículo, tuve que dispararle, y lanzar su cadáver por sobre el cielo.
      Ya llegada la noche, ya caída la niebla y ya aullando los lobos, seguí conduciendo, la euforia de la huída era exasperante, me sentía victorioso, me sentía embriagado de las libertades que había cometido, me sentía el mayor asesino de todos los tiempos. Por un momento me sentí el mejor amigo de Caín. Abrazaba la muerte de Judas. Por eso detuve el auto, me sentía el mejor, estaba completamente excitado, me sentía como el toro más bravo del corral, me sentía capaz de traspasar a mi mujer con mi pene. Detuve el auto y noté que dormía Anabel, la desperté con mi desesperación, la desperté con mi mano derecha entre sus piernas y la otra mano en uno de sus pechos, la desperté con mi boca en la suya y dispuesta a bajar, dispuesta a recorrer su cuerpo, lengüetear sus senos, su ombligo y su vagina. La desperté y follamos, porque a eso no se le puede llamar hacer el amor, ambos sucios y cubiertos de sangre. La desperté y le di todo lo que le podía dar, así como ella lo hiso conmigo. Sus gemidos debieron escucharse a kilómetros de distancia, debieron hacer temblar el bosque y debieron advertir a medio mundo el dónde nos encontrábamos.
      Haber fornicado de esa manera fue lo mejor y el peor error de la noche, pues cuando ya estábamos vestidos, notamos como otros coches y unas antorchas se acercaban a nosotros. Aceleré a más no poder, cruzamos el río y ahí nos detuvimos, pues ya el combustible no alcanzaba. Nos detuvimos y corrimos río abajo, ella apenas se mantenía en pie, recién logré notar que el sexo que tuvimos en el vehículo fue por amor al arte, fue por calentura extrema de la inercia, pues ella aun seguía desorientada, perturbada, muerta en vida y con suerte era capaz de caminar y corría como si fuera un enfermo mental.

      Mientras recorríamos el río, yo sospechaba que no nos seguía ningún policía, pero sí, que había otros seres interesados en nosotros. Se escuchaban a lo lejos, más aullidos mientras amanecía, y el agua se ponía cada vez más peligrosa. Decidimos caminar a la orilla, nos sentamos un momento a descansar. Le quité el vestido, la bañé en el río y le puse ropas limpias. Yo por mi parte me quedé así y noté que ella ya había recuperado un poco la conciencia y se notaba muy triste y aterrada. La abracé y la besé, le pedí paciencia y tranquilidad, la volví a besar y a abrazar, la acaricié y ella me repelió un momento, hasta que se soltó y hundió mi pene en su boca por varios minutos. A pesar de estar en una situación tan crítica, nos encontrábamos, probablemente, en el momento más vivo y loco de nuestra relación, como cuando recién habíamos empezado hace 20 años. La orilla del río como nunca lo había hecho.
      Seguimos el camino, recorrimos casi todo el río hasta que se nos hiso de noche y llegamos a otro poblado, o al menos eso creímos hasta que notamos que no había un alma en pie por ahí, pero decidimos asentarnos un par de horas y descansar, lo que no funcionó, pues apareció, un lobo, blanco como la luna y gigante como un oso. Le disparé y aulló, gritó más fuerte que cualquier ser que nunca hubiere escuchado en mi vida.  Decidimos seguir corriendo, mis fuerzas ya no daban más y cada tropezón que dábamos era una herida nueva en elcuerpo. Tenía las rodillas peladas, el hombro derecho perforado, los nudillos del puño izquierdo sangrientos como el pañuelo de seda que vestí en algún baile de máscaras y en mi frente, había una mancha de rojo carmesí tan horrorosa que a Anabel le daba asco mirarme a la cara. Ella en cambio, estaba más limpia que antes, pero aun así tenía una herida grande entre sus pechos, lo que me era repugnante, provocativo y neurálgicamente sensual, su vestido era muy ajustado, quizás ese era el problema, era de un azul muy bello, casi sólo igualado por el cielo en verano.
      Cuando debían ser alrededor de las 4 de la madrugada y ya varios kilómetros delante del pueblo deshabitado, comencé a sentirme observado, escuchaba pequeños susurros en mis orejas, palabras que en realidad no eran palabras, comencé a escuchar nuevamente a los lobos, comencé a escuchar el rugido del puma y gruñido del oso. Estaba escalofriante el ambiente. Empecé a sospechar que el final estaba cerca, tan cerca que podía olfatearlo a un par de horas de lejanía. Y así era. Apareció de la nada un puma delante de nosotros, una fiera dispuesta a matarnos por chupar nuestros huesos. Nos miró un momento, nos gruñó otro rato, y se dispuso a atacarnos, de hecho voló hacia nosotros, pero un lobo lo interceptó en el aire, lo mandó a azotar contra un árbol y nos miró como diciendo “aprovechen de correr, que ustedes son MI PRESA y solo yo los mataré.”

      Y así fue como llegamos hasta aquí, no nos quedó más alternativa que comenzar a correr. O más bien, seguir corriendo, en medio de ese bosque, escapando de esa bestia, negra como la noche misma y con una sonrisa tan afilada como la navaja que llevaba en mi cintura. Con la mano de mi amada Anabel sudando de terror y apretando la mía tan fuerte que me rememoraba la sangre una, otra y otra vez, chorreando como río cristalino desde las montañas de mi pueblo.
      Corríamos y yo veía que el final se acercaba cada segundo más cerca que el segundo anterior, pero cada vez más lento cada segundo que el segundo anterior. Sentía los pasos del lobo aquel acercándose, podía sentir su respiración en mi oreja y podía sentir y ver el brillo de sus ojos arremetiendo entre la niebla.
Corríamos ya cada vez, no sé si más rápido o más lento, pero corríamos y no sé de dónde sacábamos las energías suficientes. Llevábamos casi dos días con casi dos noches huyendo, marchando entre árboles que nos ahuyentaban mientras guiaban nuestro andar.

      Definitivamente, ya no corríamos, apenas lo logré notar. Anabel se desmayó y yo me senté a su lado cuando el lobo apareció. El nos comió con la vista, nuevamente con esa cara de que éramos sus presas. Y me puse a pensar, como si el tiempo se hubiera detenido en esa mirada tan fría que él tenía. Logré averiguar, en su alma, que el lobo que matamos antes era loba... era su madre, pero ya no había nada que hacer. El nos mataría, nos comería y pagaríamos por todos nuestros pecados.

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