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sábado, 12 de septiembre de 2015

El día en que desperté



El día en que desperté


       Un día desperté enfermo, sin ánimos de caminar. Un día desperté agonizando, sin siquiera tener ánimos de pensar. El día aquel, desperté del sueño, adolorido y amenazado, cansado de intentar retener mi vida entre las fauces de la tierra. Ese día desperté cojo y sin pretensiones de avanzar. Me pesaban las horas, me anclaban a cada grifo, a cada poste, a cada árbol agonizante. Las horas me anclaban a cada edificio eterno en el infierno. Mis pies detestaban caminar, me cegaba la luz del sol y mi piel era un volcán de palpitares borrascosos y magmáticos quemando mi ser a más no poder, reventando vidrios en mi espalda.

       Un día desperté y simplemente no te vi más. Mis ojos estaban negros por tu ausencia, mis labios estaban resecos por tu ausencia. Mi cuerpo estaba muerto por tu ausencia. Sólo sentía tu ausencia. Me aproximaba a la soledad y respiraba tu ausencia. Era yo esa mañana y tu ausencia.

       Mis ojos eran negros, salpicados de desgracia. Tus besos en mi memoria, eran desamor tóxico. Tus dedos despidiéndose eran miel de arañas espaciales, la cual imagino más tóxica que tu desamor. Ya no te deseaba, pero te sentía en tu ausencia que promulgabas mi final y en cambio, deseaba llamaradas de fuego negro quemando tu piel al compás de “Fear of the Dark”, mientras me volvía más y más pobre en mi propia tristeza.

       Ya no percibía nada. Me enamoraba de los insectos, me alimentaba de las alergias y me reflejaba en el vacío. Caminaba en la nada y… gritaba. Gritaba tu nombre a las paredes, con la esperanza de que cayeran sobre ti y su impacto hiciera latir mi corazón una vez más, como ayer, como un tambor. Quería volver a cantar y a vibrar, sin embargo, la pesadilla era real… tenía miedo y no podía ser cuidadoso, no podía ser sigiloso. Mi vida se esfumó.

       Mi vida se esfumó y me volví mudo, perdí mis estribos, mis complejos, mi vergüenza y mi violencia. Quedé desnudo y abierto a la indolencia. Quedé postrado a mi cama, sepultando mujeres en mi almohada, arraigándolas a las sábanas y acribillándolas a sus telas, amarrándolas con sus hilos tan delicados. Me postré a una vida de pasiones que jamás saciarían mi celda. Mi vida, nunca me daría libertad.

       Me vi consumido, deprimido, desatinado. La muerte me observaba sabiamente, parada en mi ventana y sujetando la reja de mí casa. Yo inconsciente le giñaba un ojo y le enseñaba mi cama. Yo esperaba a la muerte. Yo soñaba a la muerte. Yo deseaba a la muerte. Yo me volvía al más divino y satisfactorio de los pecados. Yo me masturbaba pensando en que un día, más temprano que tarde, moriría. Estaba inválido en mí mismo, despierto en un soplo de nada… de nada que me tocara.

       El día en que desperté, recordé en cada símbolo de la nada, tus besos tortuosos y burlescos, tu infancia y tu invierno, nuestro ser nada en esa cama, nuestras reflexiones y los sueños de vacas. ¿Algo realmente importa aquí? La respuesta era NADA.

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